Aleccionar a palos
¿Y en qué me convertí cuando ganó terreno la versión oficial?
En una leyenda edificante. En un
palo con el que pegar a otras mujeres.
Margaret
Atwood, Penélope y las doce criadas,
trad. de Gemma Rovira
Un domingo de mayo, de
repente, mientras paseaba tan tranquilamente por la orilla de la playa de mi
pueblo, dos niñatos que no conocía de nada y su patético padre empezaron a
burlarse de mí y a insultarme.
El 28 de septiembre fue
un día terrible, un día de esos que no se olvidan jamás, un día de sentimientos
contrarios y complementarios: miedo, rabia, pena, asco, impotencia y dolor,
mucho dolor, compaciente..., todo, en cuatro horas. Camino de la estación del
Norte, enterarme, de pronto, de que trece días antes, en la calle Sueca de
Valencia, un malasangre asesinó y descuartizó a un más que conocido mío, a Albert,
de Xeraco, mi peluquero equinoccial, un trozo de pan siempre con la sonrisa en
la boca..., y noventa minutos más tarde, justamente en la estación de Sueca,
sufrir los amenazadores improperios y el asalto insultante de otro depredador
malasangre a lo largo de un eterno cuarto de hora, sin que nadie mueva un dedo
y sin poder hacer nada salvo intentar conservar la calma para evitar que los
vilipendios a gritos de un desgraciado media mierda que se crece denigrando a cualquier
mujer que ose alterar su hegemonía con su simple presencia pasen a ser un mal
mayor, como por ejemplo que me rompa la cara o levantarme yo del banco donde estoy
sentada y darle una patada en las partes que le ponga los cojones por corbata.
El 1 de octubre, otro
día espeluznante, teñido de rojo inflamado de ira, en Barcelona, en que porras,
manos enguantadas y balas de goma echaron los dientes para impedir que votos
refrendarios entrasen en unas urnas de plástico.
El primer domingo de
octubre, un hatajo de elementos de extrema derecha sin bozal,
azuzada por los de siempre, imprecó, intimidó y escarneció a
los participantes en la anual manifestación del 9 de Octubre de Valencia
–sobretodo a las mujeres–; un pacífico acto reivindicativo al que no pude
acudir por razones médicas. Da igual, el recuerdo del flash del lustre de la
porra de los ‘grises' rozándome la cara, durante una de las concentraciones de
los primeros años de la ilusoria transición, continúa poniéndome la carne de
gallina.
El 18 de octubre que
una manada de ultras armados con caretas halloweenianas
asedió, a su casa y en presencia de sus hijos, a un cargo público electo
valenciano; nuevamente, una mujer.
Son sólo algunos ejemplos, personales y/o públicos, de la brutal cultura de la violencia, de la violación, que impera en la sociedad actual y que muchos niegan. Tanto da el tipo de insulto; son los de siempre –“gorda, fea, puta, vieja...”–, ni en eso son originales. Ya lo sabemos: todas las versiones oficiales hablan la misma lengua, la del vencedor.
Son sólo algunos ejemplos, personales y/o públicos, de la brutal cultura de la violencia, de la violación, que impera en la sociedad actual y que muchos niegan. Tanto da el tipo de insulto; son los de siempre –“gorda, fea, puta, vieja...”–, ni en eso son originales. Ya lo sabemos: todas las versiones oficiales hablan la misma lengua, la del vencedor.
Matanza de los pretendientes. Pintor de Ixión, ca. 330 aC. Louvre
La cita que encabeza
este artículo de opinión pertenece a una novela corta, The Penelopiad
(‘Penelopíada', 2005), de Margaret Atwood, una recreación del mito de Penélope
narrado en la Odisea, la modélica esposa de la tradición patriarcal que
durante veinte años se mantuvo fiel al marido ausente; una revisión que me ha
hecho recordar otra, en este caso de la caída de Troya que explica la Ilíada,
la novela The Firebrand (‘La antorcha', 1987), de Marion Zimmer Bradley.
Imprescindibles ambas, en mi opinión, o, al menos, entretenidas.
En la Penelopíada,
Atwood cede la palabra al espíritu de la esposa ejemplar por excelencia, la
cual comparte protagonismo con un coro de doce esclavas también muertas: las
doce criadas que Telémaco, obedeciendo el mandado de Odiseo, mató, después de
obligarlas a apilar los cuerpos de los muertes en el patio, lavar el piso y
limpiar las mesas y las sillas sucias de sangre; sin embargo, en lugar de
acuchillarlas por la espalda, como su padre le había ordenado, el aprendiz de
macho les quitó cualquier pizca de dignidad colgándolas en hilera de una soga.
Recordemos el ‘mito'
(canto XXII de la Odisea). Al volver a Ítaca, después de veinte años de
ausencia, Odiseo, ayudado por su hijo y dos sirvientes, da muerte a los
pretendientes de Penélope, más de ciento veinte –de una manera limpia, a
hierro–, y también a doce jovencitas que durante los últimos diez años habían
sido violadas, repetidamente, porque formaban parte del botín al que aquellos
aspiraban. En la Penelopíada, la razón de esas muertes la explica la
misma Penélope durante el juicio a su esposo, grabado en vídeo por las criadas:
«Para Odiseo, lo que obró en contra de ellas no fue que las hubieran violado,
sino que las hubieran violado sin permiso. [...] Sin el permiso de su amo». Así
es: «es una imprudencia interponerse entre un hombre y el reflejo de su propia inteligencia»,
nos advierte Penélope. Violencia genérica, sí; pero, como siempre, peor en
femenino.
El sistema patriarcal
tiene muchas maneras de adoctrinar en los parámetros androcéntricos que lo
alimenten y que aseguran su supervivencia, muchos mecanismos de control para mantener
las relaciones de dominio y subordinación: bien directamente, marcando
territorio desde la cuna, mediante constrictivas modas y complementos, o a base
de humillantes mensajes publicitarios de todo color, opción y religión; bien, a
través de sicarias que, siendo conscientes o sin querer, se convierten en palos
de otras mujeres con el subliminal mensaje que conocemos de memoria: sé sumisa,
obedece y calla. Y, para las díscolas que se atreven a no representar el papel
que tienen asignado, el correctivo que los violentos prefieren: leña e
insultos, sin vaselina, que la ‘letra' con sangre entra. “¡Así aprenderán!”.
Es la plaga de siempre,
la violencia que los seres humanos ejercen sobre sus semejantes para intentar
demostrar que no son semejantes, sino inferiores. Y no es biológica, sino
aprendida. Y la solución para deshacerse de ella continúa siendo la misma:
educación, cultura y respeto a la diferencia.
Prosigamos. Hacia el
final de la Penelopíada, nos enteramos de que Odiseo se ha encarnado en
muchos otros machos en el transcurso de los siglos. «Ha sido un general
francés, un invasor mongol, un magnate americano, un cazador de cabezas en
Borneo. Ha sido estrella de cine, inventor, publicista». ¿Os recuerda algo o a alguien?...
Supongo que más de un@ ha pensado en una campaña ahora ‘de moda', el movimiento
#MeToo (#JoTambién), una iniciativa impulsada hace más de diez años por Tarana
Burke, aunque ha cobrado actualidad recientemente, a raíz de las denuncias por
asedio, agresión sexual y/o violación de más de cincuenta mujeres contra el
productor Harvey Weinstein: la punta del iceberg. Porque así parece que tiene
que ser la vida si naces con vagina. Desgraciadamente y mientras las cosas no
cambien, a lo largo de nuestra vida todas las mujeres estamos –hemos estado o estaremos–
expuestas, en mayor o menor medida, a algún tipo de violencia sexual o sexista,
aunque sea a un nimio “Eso ahora no toca, nena”.
Encarna Sant-Celoni i Verger, octubre 2017
Traducción de mi artículo "Alliçonar a bastonades".
Encarna Sant-Celoni i Verger, octubre 2017
Traducción de mi artículo "Alliçonar a bastonades".
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